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martes, 14 de marzo de 2023

Tres años de pandemia

Aunque el estallido de la pandemia de la Covid-19 tiene más tiempo, pues en China comenzó en diciembre de 2019, hoy hace tres años que se declaró el estado de alarma en España. Unos días antes ya se venía oyendo que “nos encerrarían”, pero fue efectivamente el 14 de marzo cuando se hizo público que a partir del lunes siguiente no saldríamos a la calle para evitar contagios. En fin, no voy a recordar hechos, que cualquiera puede meterse en la Wikipedia y consultar la cronología.

Yo estoy aquí para hablar de lo que supuso la pandemia para mí personalmente, vista con una perspectiva de tres años. Hoy está en Twitter todo el mundo hablando de aquella época, de la psicosis colectiva, de la incertidumbre y de las locuras que se veían hacer por la calle y en los supermercados; los policías de balcón, los carros llenos de papel higiénico, la escasez de harina y levadura porque todo el mundo quería hacer el pan en casa o la gente que salía a pasear y cuando la policía los paraba decían que eran perros.

Fue una época extraña para mí. Aunque ya habían anunciado que nos encerrarían, los dos primeros días yo seguí yendo a trabajar porque tenía turno de fin de semana y mi empresa aún no había previsto nada. Y durante las dos primeras semanas tuve que ir un par de veces al sindicato para negociar un ERTE de suspensión para casi toda la plantilla; la experiencia de salir con una autorización del sindicato y que no hubiera nadie por la calle fue bastante novedosa. Y durante la negociación se oyeron frases como “lo firmamos hasta finales de junio, que para entonces ya habrá pasado todo esto, muy malas tienen que venir para que en julio siga estando este virus”. Claro que en esas fechas todo el mundo era especialista en epidemiología.

Esos primeros meses me resultaron duros. El primer golpe fue porque, sin yo saberlo, me tomaba mi trabajo como una fuente de autoestima. Como se me daba bien, como era bueno y reconocido por mis compañeros, una parte de mi valor la basaba en eso, y de repente había desaparecido. Tuve que aprender a vivir sin eso. Al final es positivo, pero me costó.

Por otro lado, estar encerrado no le hace bien a nadie. Por entonces, yo vivía con mi hermana y la que entonces era su novia. Y en ningún momento negué que no me sentía bien estando encerrado; para fin de año (dos meses y medio antes) había vuelto de Hamburgo y en ese lapso me había dado tiempo de ir a ver una psicóloga y asistir a terapia. Una de las conclusiones que habíamos sacado era que necesitaba salir y quedar con mis (pocos) amigos más a menudo, así que un encierro era lo que menos necesitaba. Y por otro lado, la convivencia no siempre era sencilla; mi hermana decía que vivía genial encerrada y sin tener que salir, pero estaba igual de nerviosa que yo o que su novia.

Para mayo empezó lo que llamaban la desescalada y comenzamos a poder salir, primero una hora al día, y luego más tiempo, según los contagios de cada provincia. Continuaba un poco la psicosis colectiva, pero salir de casa nos vino bien a todos y la ilusión de que podíamos comenzar a hacer vida normal, aunque fuera con mascarilla. Por aquel entonces yo era bastante pesimista y de hecho dejé un artículo aquí en el blog donde ponía en duda que la vieja normalidad fuera a volver en algún momento.

Mientras tanto, mi universidad no tenía claro qué hacer e iba improvisando. Al final conseguimos acabar el cuatrimestre de forma telemática; unos profesores se adaptaron bien, otros no se adaptaron en absolutamente nada e incluso nos obligaron a hacer el examen cada uno en casa y con la cámara puesta para ver que no copiábamos. Cuatro horas y media en la que nos exigían que estuviéramos solos en una habitación sin ruido, cuando nadie vivía solo. La Universidad de Sevilla, desde luego, no es ningún ejemplo de flexibilidad ni de adaptación.

(Para el curso 2020-21 instalaron cámaras, altavoces y micrófonos en todas las aulas para que las clases pudieran seguirse simultáneamente desde casa y así hacer un sistema de turnos semipresencial. Para el curso 2021-22 el rectorado decidió que las cámaras, altavoces y micrófonos se debían desmantelar porque se ve que a su criterio era mejor desperdiciar toda esa inversión que permitir algo de flexibilidad en la docencia).

En julio la empresa volvió a negociar un ERTE hasta diciembre y ese verano el gobierno nos dejó salir con muy pocas restricciones porque, como ya se sabe, salvar la economía es lo primero (luego en otoño vino un repunte de los casos, pero habíamos salvado el verano). Así que aproveché para ir a Valencia y quedar con mis amigos de allí; fue la última vez que nos vimos todos y lo pasamos genial.

Para otoño llegó un intento de vuelta a la normalidad. Las clases se organizaron de manera semipresencial como comentaba arriba, y del trabajo no supimos nada hasta mediados de octubre, que la empresa nos convocó a “negociar” un ERE; las comillas son correctas, porque se negaron a llegar a ningún acuerdo: más bien nos enseñaron su propuesta y esperaron que firmáramos sin moverse ni un milímetro de lo que habían decidido. Si bien yo esperaba que me incluyeran en dicho ERE, la sorpresa me la llevé cuando publicaron la lista de los afectados y yo no estaba (fueron tan torpes y déspotas que no permitieron voluntariedad, sino que ellos eligieron quiénes irían a la calle, sin posibilidad de alegar nada). Tuve que negociar con ellos otro tipo de salida, y fue posible porque yo no quería seguir en la empresa, pero la empresa tampoco me quería con ellos.

Así empezó 2021, con una extinción de contrato por no aceptar movilidad geográfica y un montón de tiempo libre que utilicé para terminar las asignaturas, escribir y defender el TFG, lo cual hice a finales de junio. Para el día del Orgullo ya era legalmente graduado en ingeniería y seguía estando parado. Eso era lo que me iba poniendo nervioso, porque aunque tenía 22 meses de prestación, iba viendo cómo pasaba el tiempo y no me salía nada. Tomé la decisión de matricularme en un máster para no estar sin hacer nada, pero con la idea de que, si me salía algún trabajo, la prioridad era trabajar.

A finales de septiembre empecé a ir a la EOI para retomar mi alemán y matricularme en el C1, y a mediados de octubre comenzaron las clases de máster. Justamente fue esa semana cuando me llamaron de un trabajo al cual no recordaba ni siquiera haberme postulado, como operario en una multinacional de detergentes y suavizantes en Granollers. Tras pensármelo todo lo que pude (no tuve mucho tiempo) acepté la oferta y me mudé, así que para noviembre de 2021 estaba viviendo en una casa compartida en medio del campo en Catalunya y trabajando a turnos en la fabricación de famosas marcas de productos de limpieza. Un año duré, hasta que las ofertas de trabajo que solicitaba (miraba cada día y todas las semanas me presentaba a dos o tres) me permitieron cambiar de trabajo a un puesto de ingeniero, en el que estoy ahora.

En cuanto a la Covid, me puse dos vacunas en verano de 2021 y me acabé contagiando en enero de 2022, en lo que llamaron la sexta ola (creo), que contagió a casi la mitad de la población de Catalunya y donde la protagonista era la variante ómicron. La pasé como una gripe fuerte y, fue tan numerosa esa ola, que las medidas definitivas de desescalada se dieron poco después. Para el verano de 2022 ya solo era necesaria la mascarilla en el transporte público y en los centros sanitarios.

Todo este largo texto ha sido para reflexionar sobre cómo te puede cambiar la vida cualquier evento. Vale que el estallido de una pandemia no es moco de pavo, pero mucha gente ha vuelto a su vida original. No ha sido mi caso. ¿Dónde estaría ahora si no hubiera habido Covid? Probablemente no estaría aquí, ¿o sí? ¿Tomé las decisiones correctas? Es algo que no sé y que no sabré jamás, pero que a menudo me hace pensar.

domingo, 11 de agosto de 2019

En lugar hostil


Te despiertas en una habitación de hotel de mala muerte. Has dormido algo más de cinco horas porque llevas tres semanas trabajando de noche y aún tienes el ritmo cambiado. Y no has podido seguir durmiendo porque se oye todo lo que pasa en las habitaciones de al lado y los portazos de los otros huéspedes al salir de su habitación para entrar en el váter compartido por toda la planta, que tienes justo enfrente de tu puerta.

Te preguntas si es el peor sitio en el que hayas dormido jamás y te das cuenta de que probablemente sí, a porfía con ese mugriento hotel en Coimbra en el que pasaste una noche en un viaje escolar en el año 2000, la primera vez que dormiste fuera de casa. Este al menos no está sucio, pero vives con el miedo de que, en cualquier momento, alguien aporree tu puerta gritando cosas que no entiendes.

Estás en el centro de Hamburgo, junto a la estación central de ferrocarril. Sabes cómo has llegado hasta aquí, eres capaz de reconstruir todos los sucesos que te han traído hasta donde estás, pero no sabes qué demonios estabas pensando cuando aceptaste sucesivamente todas esas proposiciones que te han llevado lejos de casa y de aquello que te gusta.

Te quejabas de que no estabas bien, pero ahora miras esta habitación con ducha y un lavabo que no traga, tan pequeña que si abres la maleta no puedes abrir la puerta, y te preguntas si la solución a tus problemas era huir a un sitio hostil, a un trabajo que no conoces, y del que ya te han avisado que va a ser desagradable.

Echas de menos tu casa, tu cama, tu ciudad, tu coche, tu moto, incluso tu verano, ese del que tanto te quejabas. Y aun así no puedes permitirte pensar en esas cosas. Reprimes la nostalgia porque recuerdas que necesitas encontrar piso en esta ciudad antes de que acabe la semana, sabiendo que no vas a encontrar nada por menos de la mitad de tu sueldo mientras estés aquí, porque la ciudad es cara y ninguno de esos propietarios de casas en las que no viven quiere alquilarle un piso a un tío que solo viene para cuatro meses. Vuelves a sentir asco por el capitalismo, pero te ves obligado a jugar con sus reglas, así que ya es otro sentimiento que reprimes.

Hace un mes estabas en Sevilla y no tenías ni idea de que te iban a enmarronar yendo a Bremen primero y a Hamburgo después. Tú no querías esto, tú lo que querías era dejar el trabajo y terminar tu carrera. Ahora sigues atado en la misma empresa pero con un plus añadido de supervivencia, y por otro lado, lo único que te llenaba, tus estudios, los has dejado aparcados un cuatrimestre por esta mierda de idea de la que apenas sacarás quinientos euros al mes.

Y encima te quedas colgado de un compañero de curro al que solo conoces de tres semanas y que no volverás a ver pero, aunque lo hagas, no tienes claro si es hetero o si tiene novio, solo tienes claro que tus posibilidades son cero y que, probablemente, aunque las tuvieras, no te conviene.

Quieres pensar que has tocado fondo, pero en ese instante te recuerdas que eres un dramático, que «por lo menos tienes trabajo», y esa malintencionada conciencia que te introdujeron en tus años de crianza y aprendizaje te hace sentir mal por no estar bien, por no sentir los sentimientos correctos, los que se esperan de ti.

Feliz domingo Dani, disfruta de tu vida.

Actualizo: el mismo día que escribí esto, por la noche, encontré chinches en mi cama. Me habían picado. No, la habitación no estaba limpia como yo me pensaba.