He leído a algún psicólogo decir que los gays tenemos tan asumida la marginación y el abandono que cualquier persona que nos guste y nos haga un poco de caso ya nos hace engancharnos.
A mí me pasó fugazmente en 2008 con una persona que acabó siendo la persona más estrambótica con la que he tenido algún tipo de relación.
En marzo de 2008 mi vida era extraña. Estaba cambiando y yo no estaba del todo preparado. Yo tenía 23 años y acababa de empezar a trabajar de prácticas en EADS (Airbus), me acababa de sacar el carnet de conducir y me había comprado un coche de segunda mano. En mi tiempo libre seguía haciendo lo mismo: iba a aeróbic por la tarde y a la EOI (estudiaba 5º de alemán), pero no tenía vida social, salvo la que tenía online. Mis amigos de por entonces eran online.
Y online conocí a esta persona, llamémosla F. F tenía 31 años y vivía en Madrid. Nos conocimos en una web de contactos, nos dimos el Messenger y estuvimos unos cuantos días hablando, conversaciones de estas que llegan hasta la noche. Así que después de unos días, me propuso, ¿qué tal si te vienes a Madrid el fin de semana?
Y yo, obviamente, ante el primer hombre que me hacía caso en tres años, dije que vale. Ya por entonces trabajaba, tenía algo de dinero (aunque no era mucho, cobraba 500 euros al mes) y la conexión entre San Fernando y Madrid era muy barata (ida y vuelta costaba 30 euros, aunque eran ocho horas de autobús).
Detalles sobre lo que hicimos ese finde y el otro que fui tampoco puedo dar muchos porque no los recuerdo. Lo que sí recuerdo es a F.
F no era especialmente guapo. Digamos que su fuerte era el interés que mostraba, le interesaba todo, hasta la mínima tontería que se te ocurriera contar.
Sin embargo, todo él estaba envuelto en un halo de misterio. Jamás tuve claro de qué vivía. Si tenía algún trabajo, no era de 8 horas diarias, eso lo sé, porque tenía mucho tiempo libre. Solo sé que no le faltaba de nada. (En su habitación tenía un iPod touch comprado dos semanas antes en su caja, sin desprecintar, aunque no le interesaba porque había salido uno nuevo y se lo quería comprar - de hecho se lo compró estando yo allí).
Decía que era islandés, lo cual me parecía superexótico y a mí, que ya me conocéis, me interesaba por el idioma y por la cultura. Hablaba un castellano muy bueno para ser islandés; de hecho, yo hubiera dicho que era madrileño. Le pregunté un par de veces por cosas del islandés (yo había estudiado un par de cosas básicas unos meses antes, de un libro) y no supo respondérmelas. No pasa nada, pensé; muchos nativos no saben cómo funciona su idioma; aunque él no me soltó ni una frase.
La cuestión es que en los dos fines de semana que estuve allí en su casa apenas pude saber más de él. Ni sobre su familia, ni amigos. Lo único que supe es que su madre aparentemente era una jubilada que vivía en Almería. Ni siquiera coincidí con sus compañeros de piso porque entrábamos y salíamos por donde no nos veían.
Sin embargo, como usualmente se dice, las mentiras tienen las patas cortas. Políticamente no teníamos nada en común; aunque le avergonzaba reconocerlo, era de derecha. Me dijo que no estaba afiliado a ningún partido, pero un día que fuimos a tomar algo vi el carnet del PP en su cartera. Por entonces me cabreé, ahora simplemente me parecería patético.
Y otra mentira, quizá la más absurda, era su identidad. Aunque se preocupaba de que no viera su nombre en ninguna parte, estando conmigo abrió el portátil y entró en la página de la fnac para reservar el iPod touch nuevo que luego iríamos a recoger. En la esquina superior derecha salía el nombre de usuario. El suyo era un nombre bien castellano con dos apellidos bien castellanos. Era F, sí, pero no escrito en islandés, sino en castellano de toda la vida.
Después de ese segundo finde no le volví a interesar. No fue lo que hoy llamarían ghosting, porque contestaba a mis mensajes, pero tarde y sin ganas. Así que obviamente el interés desapareció.
(¿Por qué a mí aún me interesaba? Ay, hijos. Volvemos a la premisa de partida. Era la única persona que me había hecho caso en años).
En perspectiva, la conclusión que saqué es que tenía algún tipo de problema con su identidad y tenía que inventarse otra para ser más interesante, no solo para los demás, sino también para sí mismo.
Y en fin, esta es la historia. ¿Moraleja? Ninguna. Podría decir que os queráis y no os dejéis engatusar, pero si os pasa es porque no tenéis la experiencia para evitarlo.
Como epílogo: me lo volví a encontrar años después en páginas de contacto. Yo por entonces tenía 31, y él 32. El extraño caso de la diferencia de edad menguante. Me imagino que en la actualidad, que tengo 40, él tendrá 35.