Lo natural siempre es mejor. ¿A que lo habéis oído alguna vez? ¿A que últimamente has recibido este mensaje, de una forma u otra, por varias vías y de varias personas diferentes? Se ha convertido en un verdadero bombardeo esta obsesión con las bondades de lo natural y de lo malos que son los procesos y los aditivos. Y me refiero sobre todo a la comida, pero no exclusivamente.
Os podría hablar, para empezar, de la gilipollez de los cinco venenos blancos (sal, azúcar blanco, harina refinada, arroz blanco y leche pasteurizada) que a tanto iluminado le ha dado por difundir. Según este estúpido mito, al parecer, el azúcar blanco es malo porque está refinado (pero el azúcar moreno, que tiene prácticamente la misma composición química, no es malo). Todo en orden.
Esta moda absurda es la que nos ha llevado a mirar mal el hecho de que la comida lleve conservantes. «Sin conservantes» es un reclamo típico. ¿Pues sabes qué? Yo quiero que mi comida lleve conservantes. Desde luego, prefiero eso a que se pudra, se infecte o le salga moho.
Los aditivos nos han facilitado la vida de una manera inimaginable. Si no fuera por los aditivos, solo podríamos comer lo que se hubiera recolectado o sacrificado pocas horas antes a poca distancia de nuestra casa. Sin aditivos no existiría la comida preparada o semipreparada, que a muchos os parecerá una abominación, pero hay gente que la necesita para poder tener el trabajo que tiene, por ejemplo. Sin aditivos no existirían las galletas envasadas, no existiría la bollería; no existiría la comida para bebés. Ni siquiera existirían los embutidos. El pan sería ázimo, porque ¿sabes lo que es la levadura? Exacto, un aditivo.
La modificación genética, tan denostada ahora por el asunto de los transgénicos, es la que nos ha permitido tener frutas comestibles, carnosas, con pocas semillas o con buen sabor. Ni el tomate, ni el plátano, ni la sandía, ni el maíz se encuentran en la naturaleza tal y como los conocemos. Por favor, ni siquiera la naranja es un fruto natural. Te invito a que pruebes un día una zanahoria salvaje, a ver si eres capaz de comértela.
Estamos comiendo cada día productos de la agricultura, productos genéticamente modificados durante siglos mediante cruces e injertos; pero rechazamos que se pueda cultivar trigo sin gluten, que permitiría hacer pan para celíacos de una manera mucho más barata… porque es transgénico. Mejor dejarse llevar por bulos y leyendas urbanas que facilitarles la vida a los celíacos.
Dejemos ya de idealizar «lo natural»: no todo lo natural es bueno ni beneficioso, y no todo lo creado por el ser humano es malo ni perjudicial. Cocinar no es natural. Vestirse no es natural. Utilizar la electricidad no es natural, ni la mecánica.
¿Sabes lo que es natural? Natural es hacerse una herida y dejar que se gangrene. Natural es morir de polio a los 10 años. La tuberculosis es natural, el cáncer es natural. ¿La quimioterapia? No, la quimioterapia no es natural. Y no te recomiendo que intentes curarte de cáncer por métodos «naturales», porque todos los que lo han intentado están en el hoyo, desgraciadamente.
Abramos los ojos de una vez. Sí, en la sociedad hay problemas de salud graves, problemas que podríamos y deberíamos solucionar para mejorar. Pero nos encontramos ante la sociedad más sana y más longeva de la historia… ¿seguro que no ha tenido nada que ver que nos hayamos alejado de «lo natural»?
Aceptemos que nuestra sociedad no es «natural», pero es que tampoco le hace falta serlo. Y en vez de dejarnos llevar por el primer iluminado, por el primer blog que nos encontremos alertando de los peligros de cualquier alimento, recurramos a la ciencia y oigamos lo que nos tiene que decir. No, la harina de trigo no es mala. No, el azúcar blanco no es ningún veneno. Ni el glutamato, ni los colorantes, ni la sacarina. Ni, desde luego, la leche (salvo para los intolerantes a la lactosa o los alérgicos a la proteína de leche de vaca).
No hemos llegado hasta aquí creyéndonos a charlatanes sino aplicando el método científico. Sigamos avanzando.
Lectura recomendada: «Los productos naturales, ¡vaya timo!», de José Miguel Mulet.
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