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domingo, 18 de diciembre de 2016

A todo el mundo hay que darle su sitio

En mi casa había conciencia de clase, aunque no habláramos de ella. Desde chico, mis hermanas y mi madre (y mi padre en los pocos años que conviví con él) me enseñaron que hay que respetar y valorar el trabajo de todo el mundo.

Claro que todo esto era mucho más fácil de enseñar cuando mi madre cocinaba y limpiaba en casas ajenas y en restaurantes, y mis hermanas eran camareras, cocineras o secretarias. Después llegaban a casa y compartían todo lo que les pasaba en el trabajo, los problemas con sus jefes o con los clientes (en cada caso).

Cuando tuve mi primer trabajo, muchas de estas cosas me quedaban muy atrás. Había pasado unos cuantos años en la universidad (con el adoctrinamiento elitista que esto conlleva) y, aunque nunca olvidé lo que había aprendido en casa, había detalles en los que no reparaba.

En este trabajo, todos mis compañeros, o la gran mayoría, eran como yo, chavales de veintipocos años, recién egresados y sin experiencia laboral, así que estábamos todos igual de verdes. Excepto uno, con quien me llevaba muy bien. Tenía diez años más que nosotros, había trabajado en sitios muy variopintos y era un tío muy observador, decía cosas muy interesantes. Así que hablaba mucho con él.

Una de las cosas que me dijo un día es que «a todo el mundo hay que darle su sitio», y me puso el ejemplo de que cuando entró en la empresa, el primer día se paró a hablar con el portero y le dijo que desde entonces iba a trabajar ahí. En ese momento no lo entendí. El portero era un señor que trabajaba en la puerta del aparcamiento y con el que nadie se paraba a hablar porque entrábamos en coche y ni siquiera venía de camino hablar con él; si querías hacerlo, tenías que ir expresamente.

Han pasado ocho años desde entonces y ahora puedo entender mucho mejor a lo que se refería. Estamos inmersos en una sociedad de valores clasistas, donde damos más importancia a unas personas que a otras según su relación social, su puesto de trabajo, su poder adquisitivo... y al final nos encontramos con un puñado de gente que desprecia a porteros, recepcionistas, camareros, secretarios, cajeros, limpiadores, y en general a toda la gente que se encuentra trabajando cara al público. La asquerosa máxima liberal de que el cliente siempre tiene la razón ha hecho mucho daño, porque además es mentira. A veces el cliente es, simplemente, gilipollas.

Por simple respeto, es importante valorar y agradecer el trabajo de todas las personas. También por empatía, porque seguro que a todos nos gustaría que nos valoraran y agradecieran nuestro trabajo. Pero es que además tiene un lado provechoso. Cuando las personas sienten su trabajo valorado, seguramente lo hagan mejor y con más ganas, y el resultado será más satisfactorio para nosotros si vamos a ser los receptores de ese trabajo, o si somos sus clientes.

Seguramente, ese portero al que mi compañero fue a presentarse el primer día, lo recordará posteriormente y podrá ayudarlo cuando lo necesite. Si facilitas el trabajo de las personas que limpian, seguro que disfrutarás de lugares más aseados. Si tratas con educación y amabilidad al camarero, puedes estar seguro de que estará más receptivo si tienes alguna petición que hacerle o si hubiera algún problema con la comida. Lo mismo con los secretarios, recepcionistas, y demás personas cuyo trabajo consista en atenderte. Y, desde luego, si eres amable, no se irán a casa pensando en el imbécil que llegó hablándoles con malos modos.

Y, por último, recuerda que por muy cliente que seas y por mucho dinero que tengas, si esa persona no te atendiera, no podrías tener lo que has ido a buscar. Sin su trabajo, tu dinero no vale para nada.

Por todo esto, recuerda dar a cada uno su sitio. Un buenos días, un por favor, unas gracias y una sonrisa, son gratis y pueden marcar una gran diferencia.

(Ya otro día si queréis os cuento la anécdota de cuando me peleé con un señor pijo en una estación de tren a cuenta de su comportamiento con la limpiadora. Ya sabéis que tiendo a ser algo bronquista).

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