domingo, 7 de octubre de 2018

Cuando ya no hay nada que hacer

Los que seguís mi blog desde hace tiempo y los que me conocéis a fondo sabéis algunas cosas de mi vida de las que no hablo a menudo. Una de ellas es la relación que tenía con mi padre.

Os resumo, mis padres se separaron cuando yo tenía 8 años y estuve viéndolo dos horas a la semana unos cuatro años más; después perdí el contacto.

La cuestión es que, por un motivo u otro, he crecido sin padre, no he tenido un referente masculino. Y sin embargo, de él saco un montón de cosas, empezando por el parecido físico. Por la calle he llegado a oír «este es el hijo de Antonio» por parte de desconocidos, que obviamente conocían a mi padre pero yo de ellos no sabía nada. 

El pasado jueves por la tarde, el día después de mi cumpleaños, mis hermanas y yo nos enteramos de que mi padre había muerto.

Al principio no reaccioné porque total, llevaba 21 años sin saber de él, sin tener ningún tipo de contacto con él, así que mi vida no iba a cambiar por esto. Al menos en la cotidianeidad. O eso pensaba yo.

El palo vino al día siguiente, cuando empecé a pensar en todo lo que significaba esto.

Porque una cosa es no hablar con tu padre y otra saber que nunca lo podrás volver a hacer.

Porque he crecido sin saber explicar muchas de las cosas sobre mí, y sin darme cuenta de que tenía esa oportunidad para descubrirme y para descubrir a una persona a quien realmente no llegué a conocer, puesto que dejé de saber de él cuando tenía 12 años.

Porque todo lo que sabía sobre mi padre era lo que contaban mis hermanas (con mi madre, en general, no podía hablar mucho de él). Y, en palabras de mi hermana mayor, «lo que más te gusta de ti mismo, lo heredaste de tu padre». El sindicalismo, la cultura del trabajo, el intentar hacer las cosas bien hechas. Y en gran medida, el sentido del humor.

Pero no me acerqué a él en estos 21 años. Primero, por no disgustar a mi madre. Pero una vez que no estuvo, me faltó a mí el valor de llamar y preguntar. Llamémoslo miedo a ser rechazado.

Es cierto que se cometieron muchos errores por ambas partes. Pero yo solo puedo culparme de los míos. Es cierto que pude hacer y no hice. Pude enmendar y no enmendé. Y eso me lo tendré que llevar.

Porque si una cosa he aprendido en la vida es que la culpa no lo es todo, que el daño no siempre se hace con intención, y que los problemas siempre tienen dos puntos de vista y no siempre vemos los dos.

Pero eso ya no importa, porque ya no tiene solución.

Solo queda aprender que cuando quieres algo, no puedes esperar a que lo hagan los demás. Y cuando necesitas algo, no puedes patalear que los demás no lo hicieron, si tú no moviste un dedo. Y el orgullo nunca va a hacerte feliz.

Si quieres algo, búscalo. Si necesitas algo de alguien, díselo. Mañana puede que ya no esté.